✒ 48 clavos, por Timothy Blot. 10/10
«Hoy cerramos el ejercicio publicando el relato completo para que puedas leerlo de un tirón:»
48 CLAVOS
Se acercaba la hora del almuerzo y mi beca en la Universidad de Kentucky
estaba a unas horas de concluir. Despedirme de mis compañeros me había
provocado un sentimiento de tristeza mayor del que había previsto, y la
aflicción aún me acompañaba cuando recorría el pasillo que me dejaría ante la
puerta del despacho de Thomas. Con el pretexto de darle las gracias y ponerle
al día de los asuntos que quedaban pendientes, tenía intención de invitarle a
comer. Soy de los que opinan que las despedidas se digieren mejor comiendo y
bebiendo, e ir añadiendo más de lo segundo en función de las circunstancias.
Decirle adiós a Thomas iba a resultarme francamente difícil y dudaba de si en
el pequeño restaurante que había elegido tendrían las reservas suficientes de alcohol.
Thomas Beauchamp dirige desde hace años el departamento de Neurociencia y el proyecto en el que he colaborado activamente durante los últimos nueve meses. Fue él quien se decidió por mi solicitud de entre los miles de aspirantes que optaban a la beca de investigación internacional. En cuestión de días me envió la documentación y el contrato junto con los billetes de avión. Si, billetes, en plural, porque insistió en incluir el vuelo de Sara cuando le comenté que me acompañaría durante unos días para que me resultase más fácil instalarme. Pero es mucho más que eso lo que le debo. Mucho más.
Recuerdo que conocimos a Thomas el mismo día en que pisamos suelo americano
por primera vez. Entonces aún era para nosotros Mr. Beauchamp, y fue a
recibirnos al aeropuerto, siempre atento y educado, para encargarse
personalmente de facilitarnos cuanto fuese necesario para que nos acomodásemos rápidamente.
Aunque agotados por el viaje, y más aún Sara, que ya notaba los primeros
síntomas del rotundo positivo en la prueba de embarazo que se hizo a once mil
metros de altura, decidimos aceptar su invitación y salir a cenar los tres.
Sara y yo aprovecharíamos para celebrar todo lo bueno que estaba por llegar a
nuestras vidas.
Apenas una ducha rápida mientras Mr. Beauchamp ultimaba unas gestiones de
última hora y nos subimos de nuevo al Cadillac. Según las indicaciones de
nuestro anfitrión, tomaríamos la interestatal 75 con destino al Bosque Nacional
Daniel Boone, donde encontraríamos el mejor sitio de comidas del estado.
Nuestro particular cicerone no paró de aportarnos datos sobre la historia de
Kentucky, sobre la vegetación que nos íbamos encontrando, y sobre la fauna, aún
salvaje, que escondía.
Tan solo aparcó su relato en dos ocasiones, las dos veces que hubo de echarse
a la cuneta para que Sara vomitase. Y si ya la primera vez tuvo sus sospechas,
fue a raíz de la segunda cuando las verbalizó: «Es una propicia noticia y llega en el momento… propicio».
Sara buscó mi mirada desconcertada por la forma en que se expresó Mr.Beauchamp.
En mi opinión, sus palabras mostraban una cortesía que estaba muy por encima de
su nivel de español. Por otro lado, era imposible que tuviese algún
conocimiento sobre las complicaciones que intentábamos superar como pareja.
Tomamos un desvío apenas visible para internarnos en la espesura de un
bosque sobre el que comenzaba a caer la noche.
El camino sin asfaltar se cortó abruptamente y el coche se detuvo. Sara y
yo volvimos a cruzar nuestras miradas.
—Estén tranquilos, la primera vez que me trajeron también me sentí…
desconcertado —dijo Mr. Beauchamp saliendo del coche—. Estamos muy cerca pero
el último tramo inevitablemente hay que hacerlo a pie.
Sara se agarró con fuerza a mi brazo y fijó la mirada al suelo en previsión
de que nos sorprendiese alguna de las serpientes de las que nos había hablado
Mr. Beauchamp. Pero la sorpresa la encontramos tras sortear un grupo de nogales
que ocultaban la mayor serpiente del bosque: las sinuosas aguas del río
Kentucky.
—Es mejor descubrirlo sin esperarlo, ¿Verdad? —dijo Mr. Beauchamp.
Ciertamente impresionaba contemplar como el último rayo de luz se perdía
entre las aguas turbias del río. Aprovechando que Sara se había adelantado y
parecía hipnotizada por la belleza del paisaje, Mr. Beauchamp aprovechó para
sacar una petaca del bolsillo y sin mediar palabra me la ofreció. Bebí un trago
de aquel licor amargo y ácido cuando rompió el silencio un penetrante olor a
pescado asado, me giré instintivamente buscando su origen y descubrí una
miserable cabaña de madera que por su aspecto exterior no daba la impresión de
ser el mejor restaurante de ningún sitio. Sentí una punzada en el estómago. Después
de dos meses parecía que mi cuerpo había perdido la costumbre. O quizá me
estaba pidiendo más.
Cuando nos acercamos, mis expectativas decrecieron aún más. El candil que
colgaba a la entrada aportaba más luz de la deseable sobre el montón de cajas
sucias y latas oxidadas que se amontonaban a ambos lados de la puerta, incluso
con su balanceo parecía que hubiese vida en ellas. Eso sin contar al numeroso
grupo de insectos que danzaban a su alrededor. Intentaba distraerme con
cualquier cosa evitando la mirada reprobatoria de Sara, y en lo posible, no hacer
caso a la mía. Llamó mi atención el único distintivo que adornaba la fachada.
Unos trozos desiguales de maderas cogidos con una soga, en los que alguien
había manuscrito «48 clavos» con pintura roja.
Una diminuta y malformada mano apareció de pronto por la ranura de la
puerta dándonos la bienvenida. Al abrirla vi que pertenecía a una niña
envejecida y diminuta, con unas deformaciones que se extendían por todo su
cuerpo y que quedaban ocultas, en parte, bajo el raído camisón que llevaba
encima. No pude aguantarle la mirada y baje la vista. Iba descalza, y en
lugar de pies, me pareció que sus delgadas piernas acaban en pezuñas. En más de
una ocasión la bebida me había confundido hasta el punto de no saber discernir
lo que era real y lo que aportaba mi imaginación. Pero si era la primera vez
que llegaba a este estado con tan poco alcohol en sangre. O lo que fuese aquel
brebaje. Me giré y vi que Sara y Mr. Beauchamp subían ya los escalones del
porche conversando animadamente. La sonrisa de Sara era sincera, y eso me
tranquilizó.
Me dio la impresión de que el interior se mantenía intacto desde la fecha
en que se construyó la cabaña. De que ni siquiera lo habían limpiado.
Sobre las paredes cogían polvo lo que me
parecieron útiles de trampero, un par de escopetas y algunos hatillos de lo que
bien pudieron haber sido flores silvestres. Una pared servía de apoyo al hogar
sobre cuyo fuego humeaba un puchero. Una mujer, de espaldas a la puerta, movía
sin parar el caldo con un cucharon. Se volvió cuando entramos pero no dejó su
tarea ni dijo una sola palabra. Me pareció una nativa americana. Al otro lado
de la estancia, un hombre flaco y demacrado, con un bigote en forma de
herradura apuraba una pipa. Ni siquiera nos miró. En el centro del cuartucho
había una mesa de madera con tres sillas también de madera. Me llamó la
atención que estaban dispuestas sobre un círculo pintado en el suelo, de color
rojo. Comparado con el resto parecía recién pintado.
Tomé una de las sillas para sentarme de espadas al fuego. Mr. Beauchamp se
acercó rápidamente, parecía apurado, pero con su cortesía habitual, le ofreció
a Sara el asiento argumentando que el calor en la espalda le sentaría bien
teniendo en cuenta su estado. Después me tomo del brazo y me indicó donde debía
sentarme yo. Antes de ocupar su asiento, hizo un gesto sutil, casi
imperceptible, pero hizo que la mujer dejase el cucharón y se levantase para
poner los cubiertos. Y hubiera jurado que estaba de espaldas a nosotros, aunque
no podría asegurarlo porque mi cabeza daba vueltas cada vez más deprisa. Estaba
sudoroso y me dolía el estómago.
Mr. Beauchamp se dirigió al fumador en lo que debía ser un dialecto porque
no entendí ni una sola palabra. El hombre dejo la pipa y se levantó para
traernos unos vasitos de cristal y una botella en la que diferentes elementos
vegetales maceraban en un líquido amarillento.
—Amigos, tienen que probar la bebida típica de la zona —nos explicó Mr. Beauchamp
mientras nos servían los vasos—. Es un preparado a base de raíces y flores. El
líquido se elabora cociendo en agua del Kentucky, las cortezas de roble y
nogal, sirope de arce y algún otro ingrediente que se guarda en secreto… Sano y
revitalizante.
— Mr. Beauchamp, me gustaría saber si me haría el favor de preguntar cuál es
el significado del cartel de la entrada —dije, en parte por participar en la
conversación, y en parte por saciar mi curiosidad—. ¿Qué significa 48 clavos?
—Mi querido amigo, a eso le puedo responder yo: 48 clavos necesitó el carpintero que levantó esta cabaña. De ahí viene… ahora —y levantando
su vasito exclamó—: ¡Brindemos por los nuevos proyectos que han empezado
hoy, y por los 48 clavos!
Apuramos nuestras bebidas de un trago y me sentí morir. La lengua y la
garganta me ardían. Notaba como me empapaba un sudor frio que resbalaba por mi
frente hasta emborronarme la visión. Un intenso humo amarillento como el azufre
que salía del caldero comenzó a comerse
el aire de la habitación. Me costaba respirar. Temblaba sin poder evitarlo.
Sara y Mr. Beauchamp sonreían ajenos a mis males. La mujer india y la niña
deforme danzaban entonando cánticos que no entendía. El hombre del bigote
mexicano se acercaba hacia mí con un enorme cuchillo de carnicero en una mano y
un martillo en la otra. El círculo rojo se había despegado del suelo y flotaba
a nuestro alrededor. Intenté moverme. Quería salir de allí. Quería sacar a Sara
de allí. Quería que no hubiésemos ido nunca allí. Quería moverme, luchar. Pero
mi cuerpo no respondía. Estábamos a punto de perder la vida y yo sin poder
hacer nada, a punto de desmayarme.
—Mi querido amigo —dijo Mr. Beauchamp—, volviendo sobre su pregunta, no le
he mentido, es cierto que el carpintero necesitó exactamente 48 clavos y que
levantó esta cabaña con las tripas de los robles, de los nogales y de los pinos
que nos rodean. Lo curioso es que si revisa con detenimiento la cabaña
comprobará que se aguanta por un sistema de pesos y contrapesos apoyados en
cuñas de madera. Es decir, que en la cabaña no hay un solo clavo. La pregunta
que debe hacerse ahora es ¿para qué necesitó 48 clavos exactos el carpintero
que levantó esta cabaña?
No sé si aquel primer día escuché la explicación completa porque lo cierto
es que perdí el conocimiento casi cuando empezó a hablar, pero Thomas me la ha repetido
infinidad de veces durante estos últimos meses.
Desperté dos días después en su casa. Él me contó que Sara se había ido y le
había dejado una carta para mí. La leí. Aún sabiendo lo que ponía la leí. No
quería volver a verme ni saber de mí, no aguantaba ni un minuto más junto a un
borracho que jamás cambiaría. Incluso había inventado lo del embarazo para
darme una razón más poderosa que ella misma para dejar de beber. Y ni aún así.
Me pedía que no la buscase. Que siguiese mi camino. Y que dentro de lo posible
fuese feliz.
Hasta el día de hoy he cumplido con lo que Sara me pidió. Me he dedicado en
cuerpo y alma a la investigación que me trajo aquí. No he probado una sola gota
de alcohol en estos nueve meses. Y no dejo pasar un solo día sin releer la
carta para recordarme quien fui y como debo conducirme en el futuro.
Vuelvo al presente. Thomas ha aceptado gustoso mi invitación y cruzamos el
campus camino de su Cadillac. Aún no lo sabe pero la sorpresa es que le voy a
llevar, mejor dicho será él quien me lleve al pequeño restaurante donde empezó
todo. No he sido capaz de pedírselo hasta ahora, y creo que enfrentar los
miedos del pasado es el broche perfecto para poner fin a esta aventura.
Comprobar que ni la cabaña, ni la niña, ni la india, ni el mexicano son como
los recuerdo de aquella noche. Quiero que dejen de aparecer en mis pesadillas.
Quiero dejar de oír los gritos de Sara pidiendo ayuda.
—¿Adónde vamos? —preguntó Thomas.
—Llévame a la cabaña donde fuimos el día que nos conocimos, la de los 48
clavos…
No lo dije en inglés, ni en español. Las palabras que salieron de mi boca formaban parte de aquel idioma en que Thomas habló la primera noche y que yo desconocía. Él sonrió.
—Parece que por fin estas recuperando la memoria—respondió en el mismo
idioma—. Es el momento de que El
Carpintero recupere sus 48 clavos…
Todas las sensaciones y las imágenes de aquella noche se organizaron de
pronto en mi cabeza. Los recuerdos olvidados volvieron a mí. Recuerdo como
construí la cabaña con mis propias manos. Recuerdo la noche que murió Sara.
Recuerdo mi impotencia. Recuerdo el libro, los ritos… Recuerdo la bajada a los
infiernos y el pacto con el diablo. Recuerdo lo que me ofreció y lo que me
pidió. Recuerdo como me entregó los 48 clavos fundidos en el fuego del averno y
lo que debía hacer con ellos. Recuerdo cada una de las mujeres que llevé a la
cabaña, sus gritos mientras las clavaba sobre el círculo. Recuerdo la sangre.
Recuerdo los nacimientos…
Fijé mi mirada sobre la carpeta marrón que ya no tenía sentido entregar a
Thomas. Resumía mi trabajo durante los últimos nueve meses bajo el título que aparecía
en portada: Proyecto sobre experiencias en la reconstrucción de la memoria episódica.
Gestión de procesamiento de recuerdos perdidos. Departamento de Neuropsicología
de la Universidad de Kentucky.
—Sara aguantará hasta que llegues para dar a luz a tu hija —me dijo Thomas—. ¡Alegra esa cara Carpintero, hoy vuelves a ser padre!
FIN
Toma ya!!!!
ResponderEliminarDesde luego, Timothy, te has salido!
Todos hemos ido acertando en alguna cosita pero ese final a mí me ha resultado totalmente inesperado, y debo reconocer que hace encajar de maravilla todas las piezas sueltas de ese puzzle con el que nos has tenido entretenidos estas semanas. Tierno y macabro a la vez, guau, qué nivel.
Enhorabuena Timothy, espero que consigas un editor y que sigas escribiendo. Y, por supuesto, que nos visites aquí en España cuando salgas, tal vez podrías hacer una presentación en la Biblioteca de Leganés.
Un fuerte abrazo para ti y un último beso para Charlie.
Totalmente de acuerdo con Señora Cangrejo . Ha sido un estupendo divertimento y al final has conseguido sorprendernos.
ResponderEliminarYo creo Timothy que deberían darte la libertad , te la has ganado con creces con tu dedicación cultural y de divulgación.
Es verdad que Charlie se quedaría triste pero siempre podrías visitarle.
Y digo lo mismo que la señora cangrejo, sería un placer conocerte en persona y aún mejor que nos dieras un curso de escritura creativa.
Un abrazo
Ha sido un placer divertir y sorprender, ¿qué hay mejor? Quizá estar entre rejas. Y me explico: Aquí encontré el sentido de mi vida. Soy feliz con mi modesto taller carcelario de escritura creativa: dedicación cultural y divulgación en un entorno en que el mínimo logro provoca grandes cambios en los asistentes. Por otro lado, la libertad está sobrevalorada. ¿No somos todos presos de algo? Además, cuando tenía libertad tenía tan pocas opciones para disfrutarla que no lo echo de menos.
EliminarComo le decía a la Señora Cangrejo, visita mañana el blog y quizá vuelva a sorprenderte…
Un abrazo de tu amigo
Timothy Blot
Solo puedo decir:
ResponderEliminar¡¡¡ Yabadabadúuuu!!!!
Un verdadero placer, Thimothy, haberte leído. Gracias por dejarte desbaratar la trama con nuestras elucubraciones a veces bobaliconas, descabelladas, Rosa pastel o negro mate. Pero siempre desde el respeto y con fines ociosos y de divertimento. Aunque hay que reconocer que ha habido derroche de creatividad y mucho aprendizaje.
Gracias chicas y chicos del blog por vuestras geniales propuestas.
Besos y abrazos
¡¡¡Yabadabadú también para ti!!!
EliminarEncantado de pasar con vosotros del rosa al negro, del negro al rojo, del rojo al azul… y lo que toque! Lo he pasado tan bien con vuestros comentarios que los echaré de menos. Pero mañana saldrá de nuevo el sol (al menos por vuestro país, que aquí de eso poco) y si pasas por el blog igual te llevas una alegría.
Gracias por tus yabadabadús y recibe un afectuoso yabadabadú de
Timothy Blot
¡ Menuda guinda el final...la frase final...!
ResponderEliminarPero es que un pastel como el que nos ha ido racionando míster Timothy bien merece esa guinda rojo sangre cayendo, así, de to lo alto y dejando del impacto un buen socavón, como el que a más de uno se nos ha quedado en el magín.
Que ya veis, he tardado en comentar porque no podía salir del paralís.
Una lástima que esto haya llegado a su fin. Os echaré de menos.
Desde Morón con amor ( y mucha caló) See you soon.
Vaya, que tampoco quería yo provocarte una parálisis, Chisquero. Pero si me gusta haberte sorprendido con el final. Y mira que es difícil cuando está todo inventado...
ResponderEliminarNos despedimos hoy (yo muy agradecido por tus comentarios y por no sufrir los calores de Morón, que no digo que no esté bien lo de Morón, y sus gentes y tal, pero el caló...Ay el caló!), y sin embargo espero que mañana pases por el blog a ver si hay alguna novedad...
Gracias por haber seguido los 48 clavos!
Timothy Blot